miércoles, 8 de mayo de 2013

El polvo de un volcán


Si te hubieras quedado, quizá ese corazón enfermo que tenías no habría estallado aquel lejano octubre. Ella te habría convencido la noche anterior al día fatídico del adiós y con suerte ahora tendrías un corazón diez años más viejo, pero aún vivo. Nunca se sabe, con la suerte de vuestra parte, a tu madre no le habría fallado el marcapasos un año más tarde. Y seguiría cocinando alegremente la carne para los demás aunque ella fuera vegetariana. Seguiría fumando a escondidas, aunque menos, pues en lugar de humo y lágrimas estaría echando carcajadas a tu lado como cada tarde.
Te lo advirtió. A ella nadie la deja. Para dejarla han de abandonar el mundo y luego convertirse en el polvo que deambula y acaricia las rocas. Esas rocas oscuras que conforman las faldas de tu volcán favorito, aquellas accidentadas superficies en las que ahora te depositas y descansas los días en que el viento esta calmo y ausente, como tu cuerpo. 

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