Un teclado, de esos que hacen todo tipo de sonidos, acompaña a Omar, el hombre orquesta. Visiblemente emocionado saluda a la concurrencia. Recita las reglas: no se pueden mover las sillas, ni apartar lugares. Cuando completemos el aforo no entra nadie más.
La música empieza a sonar. Las parejas se acomodan en la pista.
La sala está casi llena, en las sillas reposan abandonados los abrigos y los bastones. El salón es un mar de cuerpos de cabecitas blancas que bailan y gozan a buen ritmo. Como toda la vida.
Yo, desde fuera, los observo emocionada y olvido la rabieta que me provocó la señora mayor que me empujó en el autobús. Ella, muy emperifollada, pasó por encima de mí jaloneando a un viejito que me pareció de cien años.
Ahora lo entiendo todo: no quería perderse ni un minuto su cita semanal en aquél salón, donde todos los martes mueve el esqueleto y goza como cuando tenía 15 primaveras. Yo también tendría prisa, tampoco correría el riesgo de quedarme afuera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario