jueves, 25 de junio de 2015

Nuestra amada Guinness

En el cojín verde de cuadritos descansa ella. Con los ojos cerrados, la nariz y todo su cuerpo fríos. Lejos quedó la alegría de tenerla cerca siempre.

Casi ciega y aún sorda ahí estaba pidiendo un premio. Siempre.

Sonreía, sí, ella sabía cómo hacerlo, cuando volvíamos del paseo y pensaba en la latita de comida que se iba a devorar. No importaba que sus patas ya no hicieran demasiado caso, ella volvía siempre alegre a casa para recostarse en su sillón, para acompañarnos e iluminarnos la vida.

Hoy, mientras espero la carroza que la llevará a la eternidad, lloro.

Lloro pensando en lo felices que nos hizo. Lloro sabiendo que ya no estará más. También lloro encabronada porque los perros viven demasiado poco para tanto que nos dan.

Lloro aunque sé que tuvo una vida larga y feliz.

Lloro aunque la muerte se la llevó poquito a poco pero en paz y sin dolor.

Esta aciaga tarde, mientras Trufa me lame los pies, lloro porque el enorme y ajado corazón de nuestra amada Guinness dejó para siempre de latir.